Es positivo que una normativa combata las prácticas desleales a la cadena de suministro agrícola y alimentaria, pero el que necesita el sector son medidas para impulsar una buena gestión y una comercialización atractiva
De entrada tenemos que celebrar que un gobierno decida legislar en favor de la agricultura, sector que como en otras ocasiones he afirmado sufre un olvido crónico, imputable a los poderes públicos, pero también desgraciadamente a la inacción de los propios agricultores. En las siguientes líneas intentaré hacer un breve análisis crítico de los aciertos y las carencias de esta norma aprobada el pasado 25 de febrero.
La normativa intenta combatir las llamadas prácticas comerciales desleales en las relaciones entre empresas en la cadena de suministro agrícola y alimentaria. De hecho, supone una modificación puntual e insuficiente, según mi opinión de la Ley 12/2013, de 1 de agosto, de medidas para la mejora de la cadena alimentaria. En cambio, deja para más adelante una reforma más profunda, que tendrá que tener la virtualidad de incorporar al ordenamiento jurídico español la Directiva (UE) 2019/633 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 17 de abril de 2019, que tiene precisamente por objetivo combatir las anteriormente reseñadas prácticas comerciales desleales en detrimento de los productores y de los consumidores finales. No hacía falta tanta urgencia, porque verdaderamente un régimen de controles y sanciones no soluciona el problema que presenta el campo actualmente tanto a nivel de Cataluña como nivel estatal.
Desde mi punto de vista, este sistema de inspecciones y de controles que se prevé tendrá poca utilidad, salvo que haya una reforma estructural del actual sistema productivo agrícola. Es decir, aquella explotación mercantilizada de la agricultura, ya sea a través de sociedades mercantiles, ya sea mediante cooperativas correctamente gestionadas. Si esto se consigue y a la vez se dispone de una red de denominaciones de origen y de una comercialización atractiva y efectiva a los puntos de consumo, todas estas inspecciones y controles ya no serán necesarios.
En cambio, la norma tiene aspectos positivos relevantes como son el tratamiento fiscal de las ayudas a la incorporación de los jóvenes a la actividad agraria. El problema que existía era que a menudo se tenían que liquidar los impuestos de una ayuda que todavía no se había materializado, lo cual era completamente contraproducente en relación al objetivo que se perseguía con la subvención y con la ayuda. Así, se prevé una adaptación de la normativa del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas para permitir una tributación diferida en varios ejercicios.
Desde el punto de vista de la protección de los trabajadores se continúa con la línea tradicional, con especial incidencia a la situación del subsidio por paro en Andalucía y Extremadura. Es curioso que el preámbulo de la norma nos habla del descenso de la producción de aceite y de las dificultades arancelarias impuestas por los Estados Unidos, pero no incide en aquellas medidas para desarrollar la comercialización del aceite a nivel mundial.
Finalmente, en materia de Inspección de Trabajo y de Seguridad Social volvemos al sistema de controles y sanciones. Evidentemente que tienen que existir, pero nada aportará este incremento en la vigilancia del sector, si no hay nuevas políticas de modernización y desarrollo.
En resumen, desgraciadamente la norma acaba teniendo más de imagen y de oportunidad política que de efectiva regulación del sector para modernizarlo y potenciarlo. No se trata de defender políticas intervencionistas, sino de diseñar políticas de ayuda real y reactivadores del sector. Pero la realidad es muy tozuda y estas últimas políticas, que son tan necesarias, todavía no han llegado.