En mi pueblo y en la familia en la que nací y crecí la agricultura, sobre todo en el ámbito de los cítricos, era la base de la economía. En esos tiempos era prácticamente inconcebible que un payés tuviese que pagar por el derecho de plantar una nueva variedad de cítricos o injertar con ella los árboles ya existentes. Desgraciadamente, la agricultura parece vivir un proceso de decadencia continua y casi vertiginosa, agravado por la falta de relevo generacional, una rentabilidad cada vez más pequeña y la competencia feroz de productos de otros países. Desde mi perspectiva, y con la experiencia acumulada como abogado mercantilista, creo que necesitamos un sector agrícola potente que sea capaz de proveer los mercados europeos con productos de calidad producidos en nuestra tierra. Para conseguirlo es necesario un cambio de mentalidad y evolucionar desde las antiguas explotaciones familiares a explotaciones mercantiles (donde se deberían incluir también las cooperativas, a pesar que lamentablemente no siempre han satisfecho las expectativas generales).
Esta figura supone una inversión, pero es una vía de salvación para un sector que para sobrevivir necesita un cambio de modelo
En este sentido, es básica la figura de las ‘variedades vegetales protegidas’ en virtud de la cual se protegen las nuevas variedades que son susceptibles de mejora en la calidad y en la productividad. El origen de esta protección lo encontramos en una norma de la Unión Europea como es el Reglamento 2100/94 del Consejo, de 27 de julio, y con una normativa estatal que es la Ley 3/2000, de 7 de enero. Cuando una variedad vegetal ha sido reconocida, por ejemplo, en el caso europeo, en la Oficina Comunitaria de Variedades Vegetales, el titular de esta explotación, denominado obtentor, es el que tiene derecho a explotarla, de manera que todo agricultor que quiera plantar o injertar esta variedad tendrá que pagar un derecho de explotación (coloquialmente se utiliza la expresión ‘royalty’).
Con la concesión de las licencias de explotación, el obtentor puede llegar a delimitar el número de hectáreas de producción de la variedad, con la finalidad de evitar una sobreexplotación que podría llevar a un hundimiento de los precios. El obtentor tiene también el derecho a inspeccionar las diferentes parcelas de producción y como se está explotando la variedad, a fin de garantizar la calidad de la fruta obtenida. Todos estos condicionantes revierten en el hecho que etiquetar o identificar la producción como propia de una variedad vegetal protegida favorece el prestigio del producto, facilita su acceso a mercados exigentes como son los del norte de Europa, Estados Unidos y Canadá y, en consecuencia, permite obtener unos mejores precios y garantizar la rentabilidad de las explotaciones. La preocupación por defender las variedades vegetales protegidas de prácticas muchas veces vinculadas a la picaresca y a un cierto sentido de la impunidad ha hecho que el Código Penal castigue con penas que pueden llegar a tres años de prisión a los que sin consentimiento del obtentor quieran aprovecharse produciéndolas o comercializándolas.
Es cierto que el paso del modelo tradicional a este nuevo enfoque de producción supone una inversión que puede llegar a ser significativa, pero hay que tener en cuenta que esta fórmula puede ser una de las vías de salvación para un sector demasiadas veces castigado y abandonado.
La falta de relevo generacional, la pérdida de rentabilidad o la competencia feroz de otros países obligan a virar hacia el producto de calidad y origen certificados